En el siglo XIX surgió la idea de que el olfato de los humanos no tenía la capacidad como el de los perros y otros animales. En 1859, Charles Darwin publicó El origen de las especies, un libro que dejaba en ridículo la Creación bíblica de Adán y Eva, al presentar la teoría de la evolución de los seres vivos por selección natural. La Iglesia católica reaccionó. En Francia, se concentró en atacar a la Facultad de Medicina de París. En sus aulas impartía clase Paul Pierre Broca, un anatomista de patillas kilométricas que figuraba en el punto de mira de los obispos por enseñar el materialismo: la idea de que no existe un alma inmortal como predica la Iglesia, sino solo un vulgar cuerpo físico.
Broca investigaba sobre las distintas regiones del cerebro humano y su funcionamiento. Pudo observar que el bulbo olfatorio era más pequeño en los humanos a comparación con otros animales. Por lo cual, llegó a la conclusión de que el olfato era un sentido muy primitivo, que empujaba a comportamientos sexuales a los animales inferiores. Esto con el fin de empatar sus observaciones materialistas con la idea cristiana y evitar así el conflicto con la Iglesia. En 1879 el científico lanzó la hipótesis de que la evolución del libre albedrío humano requirió una reducción del tamaño del bulbo olfatorio. Más inteligencia, menos olfato, menos instintos.
“Extrañamente, la idea de que los humanos tenemos bulbos olfatorios diminutos y un escaso sentido del olfato se deriva en parte de la política religiosa del siglo XIX en Francia”, explica el neurocientífico estadounidense John P. McGann. Broca se equivocaba. El bulbo olfatorio humano es, en realidad, bastante grande en términos absolutos y contiene un número de neuronas similar al de otros mamíferos, recalca McGann, de la Universidad Rutgers (Estados Unidos).
“El sistema olfatorio humano es excelente, aunque depende de cómo lo midas. Por ejemplo, los perros pueden ser mejores que las personas a la hora de olfatear diferentes orinas en un árbol, pero los humanos pueden ser mejores que los perros a la hora de distinguir los aromas de un buen vino”, concluye McGann.
Con información de Science